Se cambió de identidad: nombres falsos, rostro nuevo y cabello injertado. Así pudo eludir por años a las autoridades mexicanas y estadounidenses que lo buscaban. “El hombre con el mismo nombre del otro hombre”, le decían sus socios de Nueva York, de California, de Nueva Jersey. Con un amparo perdido para ser extraditado, Víctor Emilio solo espera ba la cuestión burocratica para responder ante el banquillo de los acusados. Esta es la historia de su clan.
En el 2005,Víctor Emilio Cázares Salazar invitó a su socio de Nueva York, el dominicano Blas Erners Espinal Cabrera, al restaurante Los Arcos de Culiacán, ubicado sobre el bulevar Xicoténcatl, en la colonia Las Quintas. El encuentro –según narran los expedientes- tuvo lugar en uno de los privados del local.
El dominicano ya tenía más de un año trabajando para su organización (comenzó en 2004), y era la hora en que supiera para quién traficaba, de quién era la coca que cada mes enviaban sus chicos desde California a la Gran Manzana, una cantidad que había comenzado primero con 200 kilos mensuales y, ahora en pleno apogeo de las células, más de 250 kilogramos.
En la reunión, además de Cázares, estuvieron otros hombres a los que Espinal Cabrera no supo ponerles nombres ni apellidos cuando decidió hablar ante el fiscal de distrito, después de su captura el 30 de septiembre de 2011.
No solo comieron las grandes mariscadas en aquella ocasión, también Víctor Emilio quiso que su socio neoyorkino supiera a quién no debía traicionar.
Le gustaba su estilo y su forma de vender coca y heroína, pues en poco tiempo logró posicionar su merca como la mejor, con envíos fluidos y continuos que se escurrían por la frontera de Baja California, hasta alcanzar Caléxico, Valle Imperial, San Diego y Los Ángeles, para de ahí viajar en camiones hasta Nueva York y Nueva Jersey, la Costa Este norteamericana.
A partir de la reunión en Culiacán –señala el caso S1011-CR-685-JFK, radicado en la Corte de Brooklyn-, Cázares Salazar se ocupó personalmente de atender las llamadas de Blas Erners, en la distante Gran Mazana, la ciudad de los rascacielos.
Expediente. La red descubierta.
Dos: el yerno
Un día de 1999, José Óscar del Castillo Gallardo se mudó con su familia a vivir a Culiacán. Era de origen humilde, pero eso no lo amilanaba.
En aquel barrio culichi innominado conoció a una de las hijas de Emilio. De inmediato se enamoró de ella, y en poco tiempo planearon la boda.
De su suegro –relató Del Castillo a los agentes de la DEA que lo detuvieron- poco conocía en ese entonces, en el barrio se escuchaba que era narcotraficante, pero él no alcanzaba a descubrirlo plenamente (o al menos eso declaró).
Más tarde, José Óscar se vio en un apuro económico, por lo que recurrió a su suegro, y éste prefirió invitarlo al negocio que despuntaba. Del Castillo le dijo a su suegro que contaba con algunas amistades en Los Ángeles, que le podían ayudar a vender la droga en California. Víctor Emilio dejó participar a su joven yerno en el bisnes.
El capo en ese tiempo –entre 2000 y 2001- tenía 40 años de edad. Años atrás, en 1995, había sido detenido en el área de Los Ángeles con porciones de cocaína, pero se trataba de pequeñas cantidades, insuficientes para refundirlo. Libre al poco tiempo, Emilio regreso a Sinaloa, en donde instaló, junto con Guadalajara, su emporio de narcotráfico.
Sin embargo, la DEA se quedó con una ficha que consigna que nació en 1961 en la comunidad de La Majada de Abajo, municipio de Mocorito, Sinaloa. Además de su media filiación, la agencia antidrogas se quedó con el registro de sus huellas digitales, que años más tarde lo delatarían.